Por el Prof. Juan Carlos Sánchez
Tuve un nacimiento poco proletario. Fue el 5 de septiembre de 1963 en la afamada Clínica López, ubicada en la Avda. Belgrano, en donde hoy día se encuentra la sede de la Obra Social del Personal de la Construcción (OSPECON). No obstante, mi fecha en los documentos es el 8 de septiembre gracias a un chiste de gallegos: mi padre se olvidó de pagar a la institución sanitaria y tampoco quería pagar la multa por la inscripción de mi ingreso a este mundo fuera de fecha. De esta cuestión, me entero de boca de mi madre quien me la contó años más tarde. Primera complicación que me obligó a utilizar la fecha del 5 como cumpleaños autopercibido. Nunca la pude modificar por cuestiones legales y además ello suponía cambiar todos los documentos escolares y personales. Pero no sería la última…
Sin embargo, me crié en el Barrio Rojo, en La Paternal. Barrio obrero en ese tiempo y posteriormente de clase media baja. Mi padre se llamaba Manuel Sánchez García y mi madre, Isabel Rodríguez Méndez; uno, gastronómico con aspiraciones burguesas y otra, trabajadora a destajo como pantalonera de medida fina para una sastrería de la calle 25 de Mayo en pleno centro de la Ciudad. Fuí, soy y seré inquieto y rebelde. Todavía me acuerdo del techo de chapa, el lugarcito que nos dejó mi abuelo paterno, en donde hacía frío en invierno y mucho calor en verano. Ni se imaginan el frío que tenía al bañarme mi madre en época invernal. Ponía la gran palangana y meta a rociarme con agua caliente, luego entibiada… En verano, no me hacía problemas. También estaba el amplio patio que supo albergar pájaros y el merodeo de gatos por los techos. De allí que me sienta encerrado en un departamento como hoy vivo.
Al poco tiempo, mi mamá se dió cuenta que algo no andaba bien en mí. Y empezó la recorrida por médicos, psicólogos y psiquiatras para saber el porqué de mi conducta. Irritable, ya me habían echado del Colegio Claret por pegarle un planchazo a un compañero. Era y soy de pocas pulgas. Luego, me llevaba a otros colegios para tratar de comenzar mi jardín de infantes mientras paseaba con mi madre por todos los consultorios habidos y por haber. Segunda complicación, que llevaría tiempo superar.
Algo curioso me pasaba. Me encerraba con revistas y diarios viejos en el baño, mientras hacía mis necesidades. Así, aprendí solito a leer a los 4 años. No hizo falta maestra que me enseñara las letras. Pero el carácter podrido seguía…
Hasta que caí en una escuela donde supieron encauzarme en parte: la Escuela Nº 7 D. E. 12 “Jorge Newbery”. Allí, la maestra Cristina se dió cuenta que tenía disrritmia, un mal común en la infancia y nadie había dado en la tecla. Más tarde, un neurólogo como el Dr. Nachón, del Hospital Durand, supo contener la angustia de mi madre y mis locuras infantiles. Años después, el Dr. Alberto J. Vázquez continuaría el tratamiento mientras Sanidad Escolar sostenía que debía estudiar en una Escuela Diferencial (actual Escolar).
Tuve pocos amigos. Haciendo memoria, me acuerdo de uno solo, de Eduardito… Vivía con su familia en un altillo de una empresa de la cuadra. Con él, jugábamos a los soldaditos y al ajedrez.
Y tuve la primera premonición, luego de una consulta psicológica. Había dibujado un edificio grande con una palabra: Municipalidad. Nada hacía presumir en ese tiempo que me dedicaría a la docencia en mi adultez.
Solamente debo a mi madre esa perseverancia y coraje para que pudiera empezar a vivir. Su dedicación, entre pantalón y pantalón, fue decisiva al igual que el apoyo de esa escuela primaria pública donde luego hice mis primeros pasos escolares. Mi padre, en cambio, ya había advertido que no era su tipo: no era el piola, el pícaro y el comerciante… Ello se reflejaría años después en el resto de mi vida.
Paternal fue vida en la calle Espinosa al 2400. Pocas salidas a la calle. Una sobreprotección materna al extremo también marcaría mi existencia. Alguna carrera de cochecitos por la vereda, algún juego con las chapitas de jugadores y a las escondidas. Nunca tuve una barra de amigos. Y eso me marcó fuerte en mi niñez y luego, en mi adolescencia. La dictadura genocida haría el resto…
Fue el tránsito hacia una niñez donde comenzaron a revelarse algunas cuestiones de salud que eran inesperadas. Aún hoy, con mi madre, pensamos que la hipoacusia venía de nacimiento. Pero era pequeña y no se notaba. Tampoco existía la Ley Nacional de Detección Temprana de la Hipoacusia y por ende, jamás sospechamos que podría escuchar menos en aquellos tiempos de alegría y sufrimiento.
Los mejores recuerdos los tengo en mi niñez. Y eso formará parte del próximo capítulo…